anecdotas

Nuestra primera oficina de psicofxp estaba ubicada en el quinto piso de un edificio en Diagonal Norte. Era un edificio antiguo, adusto, pero muy bien mantenido. El típico edificio con arquitectura de la city porteña. La oficina, ni bien la alquilamos, constaba de dos ambientes. En el primero, ubicado en la entrada, estaban los escritorios de los primeros empleados que contratamos. El segundo, ubicado al fondo y con un ventanal que daba a Diagonal Norte (platea preferencial para las manifestaciones que iban del Obelisco a Plaza de Mayo) nos ubicabamos los cuatro fundadores.

Entrando por la puerta a la derecha estaba Isma, a la izquierda Mauro, Lean se ubicaba detrás de Isma y yo enfrentado a Lean. Uno en cada esquina de la habitación, nos mirábamos las caras constantemente porque los escritorios eran en “L” y los asientos estaban en el vértice de cada escritorio, apuntando al centro. Fue una época realmente maravillosa, donde el crecimiento de nuestro emprendimiento iba acompañado de numerosas conversaciones que teníamos diariamente.

Y no sólo conversaciones, ya que había espacio para innumerables bromas.

Palabra clave: innumerables.

Mauro e Isma eran los más “bromistas”. Tenían las dos características necesarias para el perfil: un ingenio agudo para la maldad y una entereza de hierro cuando la broma les caía a ellos. Que, siendo sinceros, sólo ocurría cuando se la tomaban entre ellos dos, porque difícilmente otra persona de la oficina les fuera a gastar una broma. El motivo era sencillo: las revanchas podían ser demoledoras.

Como el día que escondieron un timbre remoto que imitaba el sonido de un pájaro dentro del cablecanal y volvieron loco a uno de los chicos durante toda la tarde haciéndolo sonar cuando estaba distraído y no podía identificar de dónde provenía el silbido.

O como el día que pusieron un cesto de papeles lleno de agua sobre una puerta entreabierta y el primer infeliz que entró tuvo que pasarse todo el día de trabajo con la ropa mojada.

O como cuando volví de vacaciones y me encontré con mi escritorio completamente vacío y un cartelito diminuto que rezaba “minimalismo”. Me pasé 3 días buscando libretas, utiles, periféricos y demás herramientas de trabajo por toda la empresa (que ya no eran dos ambientes, sino varios), porque no habían guardado todo junto, sino que estaba estratégicamente distribuido.

Con el tiempo, fueron desarrollando una tercera característica, un máster en el arte de la broma. Empezaron a llevar el límite de la empatía en una asíntota que tendía a cero.

Y así fue que las cosas se empezar a poner… interesantes.

Un día Mauro, mientras Isma estaba en un almuerzo, tuvo la siguiente idea: quitar los tornillos que unían el pie del sillón al asiento, así cuando Isma se apoyara, el asiento no tendría sustento y el pobre pibe se iba a caer al piso con sillón y todo. Acá valen un par de aclaraciones: el sillón al que hago referencia era el típico sillón de oficina con cuatro ruedas, un pie basculante que sostenía un asiento con respaldo alto. Es decir, el asiento estaba apoyado en un único caño que a su vez terminaba en 4 ruedas. Sacarle los tornillos que sujetaban el caño al asiento, era la mismísima fórmula de la inestabilidad. Isma nunca fue una persona de movimientos suaves, así que cuando dejara caer su metro ochenta sobre un asiento antisimétrico apoyado precariamente en un caño con ruedas, la parte de abajo se iba a desplazar, el asiento iba a perder su delicado equilibrio y sus noventa kilos iban a ir a parar a la mismísima mierda.

Física pura.

Como condimento de toda la situación, Isma gustaba de plagar su escritorio de papeles, cuadernos, muñequitos, merchandising que le regalaban y mil boludeces más que lo cubrían por completo. Cuando, por acción refleja, quisiera asirse a algo en medio de la caída, iba a tirarse todo encima. Y, con un poco de suerte, se iba a pegar un buen golpe en la nuca porque desde el respaldo de la silla a la pared había unos quince centímetros de distancia.

Todo esto pensó Mauro, riéndose entre dientes, mientras acostado boca arriba en el piso y con un destornillador en la mano procedía a quitar los cuatro benditos tornillos. Y después de extraerlos, para rematar la gracia, dejó los tornillos apoyados justo debajo del pie del asiento, paraditos, invisibles salvo que se los buscara, testigos mudos del desastre que iba a acontecer.

Isma volvió del almuerzo y antes de sentarse empezó a contarnos algo, no recuerdo qué. No podría recordarlo aunque me lo hubieran preguntado diez minutos más tarde. Todo lo que sucedió a continuación pasó delante de mis ojos en cámara lenta, aunque en realidad no haya durado más que unos pocos segundos.

Pero recuerdo exactamente cómo estábamos los otros tres, sentados en nuestros escritorios, fingiendo que hacíamos algo, a la expectativa. El perpetrador y los cómplices involuntarios. Y la víctima, por supuesto.

La víctima, que un instante más tarde procedió a sentarse.

Mauro había dispuesto el sillón de forma tal que Isma no tuviera que correrlo para sentarse, sino que se “tirara” en el asiento y luego girara para acomodarse al escritorio. Cómo dije, Mauro había desarrollado una capacidad tremenda para la maldad, la cual viene generalmente acompañada por la previsión de todo lo que puede salir mal. Mauro sabía que si Isma apenas movía el respaldo del sillón con la mano, se iba a desbaratar todo y adiós broma. Por eso lo dispuso de esa forma, como una invitación a sentarse, a arrojarse a la comodidad. Mauro no era boludo. Era un hijo de puta calculador, pero de boludo no tenía un pelo.

Entonces volvemos a ese segundo, donde todos expectantes esperamos que Isma se siente, el sillón se mueva un milímetro, se pierda completamente el delicado equilibrio en el que estaba el asiento y se fuera todo al carajo.

E Isma, como no podía ser de otra manera, se sienta.

O mejor dicho, apoya el culo en el asiento, percibe que éste se mueve en forma extraña y con unos reflejos increíbles, desafiando las leyes de la física se incorpora de un salto mientras el asiento cae sin gracia de costado sin provocar mayor incidente.

El grito de “EHHHHHH” hizo que todos lo miráramos abiertamente con fingida cara de sorpresa.

-EHHHH - repitió, elevando un poco el tono - ¿Cómo pasó esto?. Y acto seguido empezó a investigar alrededor del asiento desarmado con el propósito firme de llegar al nudo del asunto.

-¿Cómo se pudo caer el asiento? - repetía mientras miraba y rebuscaba alrededor.

Hasta que los vio, los cuatro tornillos. Los putos cuatro tornillos que Mauro había dejado para rematar la joda. La prueba del crimen.

-¿Qué es esto? ¿QUE CARAJO ES ESTO? - exclamó con aspavientos

Mauro lo miraba con una envidiable expresión de sorpresa. Lean había escondido la cara detrás de su monitor y apretaba los dientes. Yo creo que no tenía cara de nada, pero no estoy seguro.

Lo que sí estoy seguro es que supe que cinco segundos era lo que quedaba antes de la hecatombe

-Boludo! Boludo! - repetia Isma - Boludo no lo puedo creer. NO LO PUEDO CREER!

Ahi, ahi estaba… las puertas del infierno. Se abrian ante nosotros, y calladitos las estábamos contemplando hacerlo.

-No lo puedo creer - gritaba. ¿Sabén que pasó? ¿Sabén que pasó en REALIDAD?

(silencio)

-Se salieron los cuatro tornillos JUNTOS AL MISMO TIEMPO!!!!